RUTA 21: HOCES DEL RÍO PIEDRA






"A fé mía la vida es tan incierta, 
que la felicidad debe aprovecharse 
en el momento en que se presenta."

                                Alejandro Dumas, "Los tres Mosqueteros".




“A las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de París por la puerta de Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes.

A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.”

El aspecto, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros en el incógnito más estricto.

Y ahora, señores… -dijo D'Artagnan... 


- ¡Extiende la mano y jura! - gritaron a la vez Athos y Aramis. Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo,    Porthos extendió la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la fórmula dictada por D'Artagnan:   

«Todos para uno, uno para todos.»

-Está bien, ahora coger las bicis y vamos ha hacer las Hoces del río Piedra y el que no pueda que se retire a su casa. 

-¡Maldita sea!.   No lo entiendo -dijo Porthos-. ¿Aprobáis lo que D'Artagnan acaba de hacer?

-Claro que sí  -dijo Athos-;  y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que incluso le felicito por ello - sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos-,  todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es así? 

-Pero... -dijo Porthos- pero… las hoces del río Piedra…,es muy duro…

-Pero que diantres, ¡ coged la bici y callad ! 

Y así nuestros amigos inician el recorrido por unos de los parajes más inhóspitos, sorprendentes y desconocidos de la geografía aragonesa.

Recorreremos el alto páramo, donde se tocan sin que nadie lo vea Castilla y Aragón, por caminos agrícolas que nacen allí mismos, al lado de los campos de cultivos, en los que la cebada crece verde. Subiremos las sendas que bordean las lomas, las que se alzan a mano derecha para descenderlas alineados, sorteando las rocas traicioneras, pero antes habremos recorrido 4 kilómetros de carretera apenas transitada desde Torralba de los Frailes, inicio del recorrido.

No hay lugar más apartado que esta alta estepa, entre Molina y Daroca. Señales de tráfico tan antiguas que nadie conoce su significado. Una llanura mineral solo rota por las encinas centenarias y el sonido de alguna grulla.

Parece mentira que solo mencionar el nombre del río aparezcan ante nuestra mente las cautivadoras imágenes de los altos de agua creados, aguas abajo, junto al monasterio, cascadas como la cola de Caballo, Iris, Diana… pero en el interior del cañón no discurre ni una gota.

El aspecto que nos depara es más sobrecogedor conforme avanzamos por su interior. Los acantilados de roca caliza van ganando altura, muros anaranjados de 100 mts de elevación, y nosotros avanzamos por una avenida de verde hierba y vegetación. Tenemos que solventar estrechos y angostos pasos, empujar y reptar, tirar y asistirnos entre nosotros para fijar algún insalvable paso sobre las rocas que interrumpen el paso. 

Desde los torreones arañados por la acción del agua, una familia de buitres nos observa entre divertidos y preocupados. “¿Qué harán estos tíos empeñados en subir ese chisme encima de esa roca? Cada día vienen cabras más locas.” De vez en cuando alguno de ellos inicia un planeo silbante sobre nuestras cabezas como poniendo orden en la sucesión de las cosas.

Es increíble la belleza que nos envuelve, quien lo iba a pensar, del secano páramo a la frondosa vegetación del fondo del cañón que nos obliga a circular como por un túnel, evitando los rodados cantos, musgosos, resbaladizos, en umbrías donde el sol no llega crecen fresnos, sauces, arces, chopos formando una selva. 

Más abajo el misterio se desvanece, las aguas del río que desaparecieron tragadas por la tierra, afloran lánguidas en cinco surgencias como cinco ojos de unos 4 metros de diámetro cada uno en los llamados "Ojos del Piedra" en Cimballa. El agua mana y constituyen un caudal casi fijo. Esta agua contiene, ahora, una alta concentración de carbonato calcico y al salir del manantial se deposita sobre el suelo, las plantas, el musgo, creando una costra caliza que va creciendo progresivamente y es este carácter petrificador es el que da nombre al río: Rio Piedra. 

Paulo Coelho escribió una novela fascinante y tierna: “A orillas del río Piedra me senté y lloré”.

Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos. A orillas del río Piedra me senté y lloré. El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí. En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar. Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por él. Que mis lágrimas corran bien lejos, así olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos, la bruma, los caminos que recorrimos juntos. Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo no conocía.

Procura vivir. Deja los recuerdos para los viejos —decía él. 
Rara vez nos damos cuenta de que estamos rodeados por lo Extraordinario, los milagros suceden a nuestro alrededor, las señales de Dios nos muestran el camino.

Sin duda el río Piedra es extraordinario, por eso termino como empiezo: 

“A fé mía la vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.”


































El aspecto, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros en el incógnito más estricto.













Riéndose de mi, con un grupo de caminantes en la  "Puerta de la Hoz".













" El Angostillo"


































Al final de la jornada una comida en el cerro de Atea























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